jueves, 13 de marzo de 2008

Honor de Cavallería

Ok. Hace poco más de 400 años, un desquiciado escribió una novela en parte como sátira de las novelas de caballeresca, en parte como apunte de la sociedad española de su época. En ella, un desquiciado (y alucinado) hidalgo atraviesa una serie de aventuras junto al escudero más famoso de la literatura universal, Sancho Panza. Hace poco más de un año, un desquiciado director de cine decidió hacer una desquiciada versión libre de esta novela. La película fue seleccionada para participar de la sección “Quinzaine des Réalisateurs” en el festival de Cannes del año pasado (y es sabido que sus encargados son desquiciados). En un infrecuente ataque de desquicio, el festival de cine de Mar del Plata seleccionó a Honor de Cavallería (tal es el nombre del film en cuestión) para participar en su competencia oficial. Desquiciados como siempre, la gente de 791 cine adquirió los derechos de distribución de la película y la estrenó en fílmico (¡¡¡¡EN FÍLMICO!!!!) en el cine Lorca. Es decir, Honor de Cavallería llegó a esa sala porteña gracias a una cadena de desquiciados y desquicios. Aprovechen y vayan a verla.
En otro orden de cosas, se hizo pública una carta que el actual director del Bafici, Fernando Martín Peña, escribió al futuro (incógnita) ministro de cultura de la ciudad increpándolo sobre el futuro del festival. La carta está impecablemente fundamentada y la pueden encontrar acá. Nos queda temer por la desaparición de uno de los festivales de cine más importantes de Latinoamérica.

Del problema de la adaptación cinematográfica

A propósito de Honor de Cavallería (España, 2006, 110’) Dirigida por Albert Serra

Sección: Competencia Oficial Internacional

En un texto anterior (sobre Ficció de Cesc Gay) mencioné las diferencias entre el cine español actual y el cine catalán. Mencioné varias películas catalanas que escapaban el molde televisivo o excesivamente academicista del cine español, como Más allá del espejo o la propia Ficció (agregaría también El cielo gira, hermoso y melancólico documental de Mercedes Álvarez). Honor de Cavallería del catalán Albert Serra entra de lleno en esta categoría, pero de forma quizás más radical que las ya mencionadas. Quintín, en un texto publicado en el sitio Otros Cines, llamó a la película “el OVNI catalán”, por la radicalidad y la originalidad de su propuesta. Menos deliberadamente anti-Hollywoodense que INLAND EMPIRE, es, sin embargo, tan o aún más radical que el film de Lynch. Pero es radical desde otro paradigma: mientras que INLAND EMPIRE es excesiva, sobrecargada, generosa, mutable, saludablemente contradictoria, Honor de Cavallería es minimalista, reposada, pequeña e íntima. Sin embargo, a pesar de las evidentes diferencias de estilo entre las dos películas, ambas dividieron las aguas entre críticos y público como pocas en los últimos tiempos. Que en su primer fin de semana de estreno, Honor de Cavallería haya tenido el segundo mejor promedio de audiencia por sala (en un solo cine), y que, a la vez, haya generado una aluvión de cartas de lectores quejándose de los críticos que alabaron el film, evidencia esta división extrema de opiniones. Pero la pregunta obligada es hasta qué punto Honor de Cavallería es la obra original e innovadora que sus defensores alegan y hasta qué punto es un gesto de provocación estéril sólo apto para iniciados.
Mencioné anteriormente que Honor de Cavallería es una adaptación libre de una novela (“El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra). Decir esto no sería completamente justo con la película: Honor de Cavallería se centra en los hipotéticos tiempos muertos de la novela. En este contexto, la palabra “adaptación” deja de ser pertinente, por lo que convendría llamarla “falsa adaptación”. Por esto analizarla “desde” el texto (“El Quijote” en cuestión) no tiene mucho sentido. Es interesante, de todas maneras, comparar los puntos de ruptura y las constantes entre ambas obras, miradas no una como apéndice de la otra, sino como dos producciones independientes que dialogan consigo mismas y con otras obras.
Honor de Cavallería dialoga principalmente con Lancelot du Lac, film del francés Robert Bresson, que continúa la historia de los míticos caballeros de la mesa redonda en dónde la leyenda acaba. Y lo hace con su usual puesta en escena ascética y actuaciones ídem. El film de Serra va aún más lejos, reduciendo los personajes a dos y anulando todo indicio de relato, o al menos en su concepción convencional. El Quijote y Sancho, protagonistas (casi) exclusivos de la película, vagan por el campo sin ningún objetivo concreto. El Quijote se encuentra en un estado definitivamente decadente: sus días de aventuras parecen a punto de acabar. Sin embargo, su simpática verborrea (al menos comparada con el casi absoluto mutismo de Sancho) lo transforman en un personaje definitivamente vital, aún si el fin, inevitablemente, se le aproxima. Los monólogos que el Quijote enuncia (y que Sancho escucha en silencio entre la admiración y la incomprensión absoluta) transparentan fragmentos de su cosmovisión, un cristianismo personal y trágico fusionado con encantadoras nociones del heroísmo y perpetuas búsquedas de ideales.
Sus monólogos, como todos los diálogos de la película, son en catalán. Este es la más evidente y profunda ruptura con respecto al texto de Cervantes. Y, a diferencia de lo que sucede en Ficció, es un gesto definitivamente provocador, tratándose de la novela fundante de la lengua española (comparable a “La divina comedia” de Dante y la lengua italiana o a “Los cuentos de Canterbury” de Chaucer y la inglesa). Pero no es una “traición” a la novela de Cervantes porque, como dije antes, no se plantea como una adaptación sino como una “falsa adaptación”. Es casi un logro de la lengua catalana que la película se haya distribuido con su título original en catalán, como no sucedió con la de Cesc Gay.
Como en el cine de Antonioni, Honor de Cavallería aprovecha los tiempos vacíos y la puesta espacial. Pero, a diferencia del director Italiano, en Honor de Cavallería el paisaje no dice nada de la subjetividad de los personajes o de sus dudas existenciales. Más bien refleja la visión panteísta tan intrínsicamente ligada a su puesta. Y como Lisandro Alonso, el film de Serra apuesta a la armonía entre el ser humano y la Naturaleza. Sin embargo, la relación de Honor de Cavallería con el cine es más conflictiva que la enumeración de influencias darían a suponer. Al igual que INLAND EMPIRE, que se posiciona dentro de Hollywood (gran parte del relato transcurre en Los Ángeles o dentro de un set de filmación) para atacarlo, Honor de Cavallería adopta una postura rupturista con respecto a las películas que adaptan novelas, tratándose ella misma de una adaptación (o “falsa adaptación”, como expliqué previamente). El film de Serra no es una adaptación parasitaria de la obra original, como suele ocurrir con las adaptaciones en general. Por el contrario, es una obra independiente que, más allá de algunas pocas referencias a la novela (el nombre de los personajes y algunos diálogos), no le “debe” nada a la obra. Es interesante que haya escogido esta novela en especial para realizar esta “falsa adaptación”, que en su momento les fue esquiva a Orson Welles y a Terry Gilliam. De esta forma Honor de Cavallería se va revelando como una película sobre la adaptación de “El Quijote”, logrando un efecto de “making of” sostenido por el amateurismo de las actuaciones. Acá encontramos una similitud muy importante entre la novela y el film: su espíritu rupturista dentro del “género” que lo enmarca (la caballeresca en la novela y la adaptación en el film).
La ausencia de palabras (es decir, la emancipación de la dimensión literaria en la película) hace que el film se valga casi exclusivamente de las imágenes. En otras palabras, Honor de Cavallería es una película completamente cinematográfica. Por esto la puesta en escena es el principal atractivo de la película. Serra logra algo notable con respecto a esto: utilizando una especie de “naturalismo medieval” (en oposición al “naturalismo urbano costumbrista” ya tantas veces visto) arma un fresco moderno y encantador sobre la cotidianeidad del lunático caballero y su fiel y algo bobo escudero, una versión a la vez medieval y contemporánea del gordo y el flaco. Y para realizarlo utiliza exclusivamente luz natural, locaciones ídem y cámaras digitales. La fotografía no recae en el preciosismo paisajista fácil sino, como dije antes, ayuda a acentuar el efecto panteísta de la puesta. La combinación entre el ritmo cansino, la ausencia del relato y la belleza de la fotografía hacen de Honor de Cavallería un film hipnótico, libre y pequeño.
Si Honor de Cavallería posee todas estas cualidades (es libre, pequeña, encantadora y hasta humorística), ¿por qué despierta tal nivel de rechazo en gran parte de la audiencia y en un sector grande de la crítica? Es una pregunta difícil de contestar y remite a lo que mencioné en el primer párrafo de este texto. Respondiendo a lo planteado allí, en efecto Honor de Cavallería es una película original (por su puesta en escena minimalista hasta las últimas consecuencias, por su decisión de eludir cualquier atisbo de relato al adaptar una épica, por ser definitivamente climática pero negarse a los clímax) y es también una película provocativa. Y es provocativa en un buen sentido, ya que provoca sensaciones en la audiencia que la empuja a tomar una postura activa frente a ella: sea levantarse e irse del cine, sea completar el sentido dentro del vacío argumental en el que se sume la película, sea escribir un texto sobre ella (lo que están leyendo ahora), sea reírse de uno mismo y de la importancia que le da a la película, sea mandar cartas a los diarios enfurecidamente contra el crítico que recomendó semejante bazofia, sea maravillarse con los tiempos muertos o derretirse frente a la simpatía de los protagonistas, o sea indignarse, como lo hizo la señora sentada detrás de mí en una escena en particular en la que el Quijote llevaba a Sancho de la mano mientras le explicaba alguna tontería sobre el universo, y gritar “¡Pobre Cervantes!” durante la proyección. Frente a la abulia generalizada en la que la mayor parte de la producción cinematográfica (y de otras artes también) sume a su audiencia, Honor de Cavallería es una película indispensable. A propósito de lo que gritó la señora: Honor de Cavallería, aunque no es la adaptación que esta señora esperaba de la novela de Cervantes, recupera (adapta) el espíritu lúdico, cómico, paródico y de ruptura de “El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha”, realizando un film estupendo que se nutre, pero no depende, de la novela. Cervantes estaría orgulloso.

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Directo a Video: Paprika

Estrenamos una nueva sección (y cuando digo “estrenamos” quiero decir “estreno”) una nueva sección del Butacazo, con las películas editadas en DVD que pasaron por Mar del Plata o el Bafici (y que yo vi). Por ahora llamémosla “Directo a Video”. Y qué mejor forma de comenzar con una sección que con la última película de Satoshi Kon, uno de los más reconocidos animadores japoneses. Paprika, que pasó por el festival de Venecia el año pasado y tuvo un estreno reducido en EEUU para poder ser nominada a los premios Oscar (nominación que no consiguió), pasó por el Bafici de este año y se acaba de editar en DVD (probablemente la puedan encontrar en el video club amigo).

El sueño colectivo

A propósito de Paprika (Japón, 2006, 90’) Dirigida por Satoshi Kon

Por su capacidad de subvertir la lógica cotidiana desde las imágenes y por su habilidad para desarrollar narrativas no convencionales (es decir, por su dimensión visual y narrativa), el cine ha sido desde sus inicios una disciplina predilecta para la exploración onírica. Un poco de conocimiento de la historia del cine confirmaría esta teoría: pensemos, por ejemplo, en el clima enrarecido de las películas de Georges Méliès o de las del expresionismo alemán de la década del ’20. Por esa misma época empezaban los experimentos dadaístas de Luis Buñuel y Man Ray. Generalmente asociado a (y representado mediante) la lógica (o falta de ella) surrealista, el espacio onírico no necesariamente debe corresponderse con aquella. Por ejemplo, en La infancia de Iván, ópera prima del soviético Andrei Tarkovsky, las ensoñaciones del protagonista, más allá de algunos juegos de perspectiva y fondos en negativo, responden a una lógica casi realista (en especial el último sueño). En ese manual de platonismo “for dummies” llamado Matrix, el sueño universal e inducido por las máquinas en el que la Humanidad estaba sumida era una simulación perfecta del mundo de principios del siglo XXI. En la última película de Michel Gondry, The science of sleep, las secuencias oníricas de cartón pintado son más freudianas y “cool” que surrealistas.
Sin embargo, es quizá en el cine de animación donde la comunión entre el cine y los sueños se hace más explícita. Piensen en las películas de Disney. Piensen en Alicia en el país de las maravillas o en Fantasía. Piensen en el trabajo de Hayao Miyazaki o en Waking up life de Richard Linklater (film con el que Paprika tiene varios puntos en común). La propia técnica de animación (sea Stop Motion, dibujos o animación por computadora) expone el artificio y rompe el estrecho vínculo que el cine tiene con la realidad (al fin y al cabo, lo que capta la cámara al encenderse es una imagen perteneciente a “lo real”). La animación crea mundos en los que todo es posible, como en los sueños. La realidad está marcada por sus límites físicos y de toda índole.
Antes de empezar a hablar de Paprika, film que se cuestiona el límite entre los sueños y la realidad y se pregunta cuál es el rol del cine en este vínculo, considero importante dejar en claro ciertas problemáticas con el concepto que manejamos de “realidad”. La realidad es una construcción social, y, como tal, colectiva. Esto tiene varias consecuencias: en principio, la realidad puede no corresponderse con “lo real” (distinción lacaniana por antonomasia), es decir, aquello que “es” por fuera de la experiencia humana. Por otro lado, vamos a empezar a hablar de varias realidades y no de una única, ya que también es imposible hablar de una sociedad única y universal. Esta tesis también implica que la realidad (o las realidades, mejor dicho), a diferencia de “lo real”, no es inmutable, sino que está constante e inevitablemente en movimiento, inventándose y reinventándose. La realidad es plural (porque no es una sola sino muchas), histórica y variable.
La mayor parte de la obra de Satoshi Kon (excepto Tokyo godfathers, una “anomalía” dentro de su filmografía) da cuenta del carácter transmutable y plural de la realidad. Tanto en Perfect Blue como en Millennium Actress los límites de la realidad se desdibujan y dan paso, esta es una de las constantes de su obra, a un espacio en el que los sueños y diversos componentes de la cultura pop se entretejen. Esta última aparece también en Tokyo godfathers pero de forma más atenuada, ya que sus protagonistas son tres marginales (un travesti, un vagabundo borracho y una adolescente que se fugó de su casa), y su acceso a la cultura pop es más restringido que las actrices de Perfect Blue y Millennium Actress y que los protagonistas de Paprika. Tokyo godfathers es una adaptación libre y contemporánea de 3 godfathers, uno de los tantos westerns del combo John Ford/John Wayne. Esto nos da otra clave para comprender el cine de Satoshi Kon: la cinefilia como componente del relato. Esto es particularmente evidente en Millennium Actress, en el que una actriz, una periodista y un cameraman naufragaban por un mar de recuerdos que revisionaban la historia del cine Japonés. Tomemos estos dos elementos del cine de Satoshi Kon (la inestabilidad de la realidad y la cinefilia) para analizar Paprika.
Paprika se sitúa en un futuro cercano, en el que una empresa desarrolla un dispositivo (el “DC-Mini”) que le permite al psicoanalista (o a quién quiera) entrar en los sueños de su paciente (es decir, corporizarse en ellos, transformándose en un personaje más). Como no podía ser de otra manera, el prototipo del “DC-Mini” es robado y varios de los responsables del desarrollo del dispositivo comienzan a enloquecer y suicidarse. Konakawa, un agente de policía, la psiquiatra Atsuko Chiba y un mórbidamente obeso técnico de computación son designados a investigar estos hechos, con la ayuda de Paprika, un personaje del mundo de los sueños. El nexo entre tecnología y sueños es similar al que aparece en Matrix o en eXistenZ de David Cronenberg. Sin embargo, el film se separa rápidamente del terreno de la ciencia ficción y empieza a funcionar atravesando varios niveles de realidad, algo que también sucede en eXistenZ y, en particular, en Waking up life, su hermana norteamericana. Pero, lo que en el film de Linklater era una pequeña excusa argumental para que decenas de personajes vomiten su posición sobre los sueños, el arte y otros temas de importancia planetaria, en Paprika la confusión entre sueño y realidad es la base del relato.
A medida que los personajes se van internando en los diferentes niveles de realidad, el tan preciado límite entre los sueños y la realidad se va desdibujando, dejando filtrar a esta última un sin fin de figuras que exceden la lógica de la realidad. En especial un desfile que conjuga el espíritu circense de Fellini, la sensibilidad pop de Andy Warhol y los diseños de Miyazaki: animales antropomorfizados, siniestras muñecas parlanchinas, electrodomésticos bailarines, fantoches de todo tipo. El diseño del desfile es un goce para los sentidos por el nivel de detalle y la inmensa creatividad que dio origen a sus criaturas. Sin embargo, a diferencia de Miyazaki y el resto de los films del Studio Ghibli, el registro que maneja Kon es absolutamente realista, llegando a niveles magistrales en Tokyo godfathers.
La odisea entre sueños en la que los personajes de Paprika se internan los lleva a revivir sus miedos pasados y sus angustias presentes. En particular, el detective Konakawa revive un episodio de su juventud, cuando deseaba ser director de cine. Sus sueños comienzan a entremezclarse con películas que vio en su juventud. Aún más, muchos de ellos terminan en una sala de cine. De la pantalla entran y salen figuras inverosímiles y transmutables, como si el cine cubriera la insalvable distancia entre la realidad y los sueños, negando la falsa dicotomía entre sueño y realidad. Esto es más notable hacia el final de la película, cuando el desfile toma control de la realidad, causando estragos en la ciudad. Esto es posible porque el “DC-Mini” tiene la capacidad de generar sueños colectivos, que, legitimados colectivamente, se igualan a la realidad. Es que, en definitiva, la realidad (o las realidades) son sueños colectivamente legitimados. Por eso el soñar es un acto profundamente político. Especialmente es un acto de cambio político y social. Sino recuerden las palabras del famoso discurso que Martin Luther King pronunció en la Marcha en Washington por el trabajo y la libertad. El lema del mayo francés, “la imaginación al poder”, se basa en los mismos preceptos. Los sueños son una poderosa fuente creadora de mejores realidades, que son posibles ya que son soñadas. Uno de los logros de Paprika es recordarnos esto: los sueños no son una evasión de la realidad (bien sabemos que influyen sobre la otra), sino una forma de crearla y recrearla.
Pero Satoshi Kon va aún más allá, advirtiéndonos sobre el peligro de la monopolización de los sueños con fines egoístas. En Paprika, una corporación termina adueñándose de los sueños, generando una vorágine de destrucción en sus ansias de poder. La neutralización de los sueños colectivos por parte de los sectores interesados en la preservación del status quo contribuyen a la cristalización de las dinámicas sociales de cambio. Es decir, los sueños colectivos pierden su cualidad política y las realidades se aplanan. Es el tan mentado “fin de la historia” que muchos teóricos del conservadurismo quieren imponer. Sin embargo, hay esperanzas, y Paprika, tanto la película como el personaje, dan cuenta de ello: los sueños no son enajenables.

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Yella

El jueves 13 de septiembre, comenzó el Séptimo Festival de Cine Alemán, con sede en la sala 3 del Village Recoleta, y que culminará el miércoles 19, jornada en la que se proyectará una copia restaurada del Fausto de Murnau con acompañamiento musical en vivo. Sin embargo, más allá de esta función especial, el festival es básicamente una ventana a la producción de cine alemán más reciente, en plena avanzada a caballo de su sistemática “oscarización”. Siguiendo esta tendencia, se verá Los falsificadores, película preseleccionada para competir en los oscares este año por Austria. Protagonizada por Devid Striesow, Los falsificadores cuenta la historia de la mayor operación de falsificación de dinero durante la segunda guerra mundial. Striesow (quién estará presente en el festival) también protagoniza Yella y El sabor de Edén, ambas presentes en el festival y, la última, se estrenará dentro de unas semanas en la cartelera porteña. También se presentará Mi Führer, protagonizada por el recientemente fallecido Ulrich Mühe, protagonista de La vida de los otros. Se exhibirán también dos películas del realizador Marcus Rosenmüller (Quién antes muere, está muerto más tiempo y Una cuestión de peso) y dos documentales: Loosers & Winners de Ulrike Franke y Michael Loeke y Chamamé, rodada en Argentina. Para más información y el programa, entren a la página oficial del festival.

Go West!

A propósito de Yella (Alemania, 2006, 89’) Dirigida por Chrstian Petzold

Sección: Panorama: Trayectorias

Hay algo muy incómodo con respecto a la avanzada del cine alemán reciente. Las películas más exitosas (en cuanto audiencia) y las (pocas) que llegan a la cartelera porteña suelen ser alguna reproducción de época (de dos épocas en realidad: la segunda guerra mundial y la posterior división entre oriente y occidente), algo obvias y definitivamente desprolijas. Al éxito de críticas y de público de La caída y de Sophie Scholl (ambas nominadas a mejor película extranjera), se le sumó recientemente el bochornoso ejemplo de La vida de los otros, éxito absoluto y galardonada como mejor película extranjera en los últimos premios de la academia de EEUU. Desprolija como pocas entre sus coterráneas, esta historia sobre un agente de la policía secreta de la República Democrática Alemana que espía a un intelectual posiblemente subversivo y se enamora de su esposa sufre de una pobrísima construcción de personajes y una corrección política almidonada. Por otro lado hay una valiosísima producción de cine más independiente y personal, mucho más sólida y sutil que la producción más comercial del mismo país. Desgraciadamente (y coherentemente), este tipo de películas no tienen la misma salida a las salas que el otro, y usualmente tienen un lugar marginal en la cartelera porteña o sólo llegamos a verlos en festivales. Christian Petzold es uno de los realizadores más reconocidos que integran esta categoría, y, como es costumbre, ninguno de sus films fue estrenado comercialmente en el país. Solamente Fantasmas, su penúltimo film (que pasó por el Bafici 2005 y el festival de cine alemán del mismo año), y Yella (que hizo el mismo recorrido este año) pudieron verse en salas de cine.
Yella (interpretada por Nina Hoss, ganadora del oso de plata en el festival de Berlín por este papel) es una joven es una joven mujer de negocios que recibe una oferta de trabajo en otra ciudad y decide aceptarla. Yella, en realidad, está tratando de escapar de su ex marido, Ben (Hinnerk Schönemann), de quien se divorció luego de que el negocio que tenían en conjunto quebrase. Sin embargo, Ben quiere volver con ella, y para convencerla la espía y la persigue (Petzold construye estas escenas de forma impecable, con travellings largos y aprovechando plenamente la profundidad del plano). Yella le comunica que encontró trabajo en otra ciudad y Ben le propone llevarla en su coche a la estación de tren, ella acepta. La conversación durante el viaje a la estación va subiendo de tono hasta que, al pasar sobre un puente, Ben arroja el auto hacia el río debajo. Ella logra sobrevivir, recoge su bolso que flota en el río y continúa su viaje hacia la estación.
Ya en la nueva ciudad Yella se encuentra con su nuevo jefe y descubre que había sido despedido. Éste le propone un nuevo trabajo pero le exige favores sexuales a cambio, a lo que ella se niega. Sola y sin trabajo, Yella pasa su tiempo en el hotel, en donde conoce a Philipp (Devid Striesow), un empresario en busca de asistente. Éste le propone un trabajo de un día y le enseña todos los códigos (gestuales y verbales) para convencer a sus compradores. Ella los aprende con facilidad y el trabajo de un día se vuelve un empleo estable. La relación entre ambos se va desarrollando rápidamente y toma un cariz más íntimo. Es notable cómo Petzold construye el personaje de Philipp en oposición al de Yella (ella es muy introvertida ý fría mientras que él es más histriónico y cálido) y en correspondencia con el de Ben (parece una versión más vital del ex marido de Yella, con su prepotencia y cambios de humor).
Petzold nos muestra el mundo de los negocios con una mirada casi científica: a través de Philipp, revela las dinámicas y los limbos legales de ese ámbito, tal como lo hace Laurent Cantet con el desempleo. La paleta de colores, con el gris predominante de los edificios corporativos, los shoppings y las carreteras, aumentan la sensación monocromática del amoral mundo empresarial, que sólo la roja blusa de Yella logra quebrar. Sin embargo, a este “realismo corporativo” se le suma un elemento metafísico, cuando Yella empieza a percibir figuras sobrenaturales recurrentes (concretamente a Ben vagando por los pasillos del hotel persiguiéndola, o a uno de los empresarios con el que ella y Philipp negociaron completamente empapado). Este elemento metafísico deriva en un final con vuelta de tuerca que haría sonrojar al mismísimo M. Night Shyamalan. Sin embargo, a diferencia de éste, en Yella el relato no está construido al servicio de la última vuelta de tuerca, sino que los elementos que derivan en ésta están depositados sutilmente en la puesta en escena (principalmente la recurrente aparición del agua). Es llamativo cómo logra Petzold, con una sólida y sutil puesta en escena, tomar elementos concretos y absolutamente materiales como el ámbito corporativo e inyectarle una historia sobrenatural subyacente sobre la vida y la muerte y la invariabilidad del destino. Coloca debajo del mundo puramente funcional de las oficinas, los automóviles y los cuartos de hoteles (es decir, un mundo de no-lugares), un universo metafísico, desconocido e irrefrenable, en tensión con el anterior.
Sin embargo, hay otro elemento que la mayoría de nosotros, mayormente desconocedores de la geografía alemana, perdimos y que agrega una nueva capa, con fuertes aristas políticas, a una película ya de por sí bastante compleja. El viaje que realiza Yella, desde la tradicional aldea de Wittenberge a Hanover. Es decir, Yella viaja desde el Este de Alemania (la antigua República Democrática Alemana, satélite de la URSS) hacia el Oeste (la antigua República Federal Alemana). Desde esta perspectiva, la aparición de las imágenes sobrenaturales adquieren un nuevo contenido político: aunque Yella escapa de su pasado en el Este, éste (encarnado en Ben) se le hace presente infaliblemente. Y su nueva vida tampoco está exenta de estas apariciones. De esta forma, Yella cuenta, con pocos personajes, la historia de los miles de espíritus arrastrados en el inmenso éxodo con dirección Este-Oeste luego de la caída del muro de Berlín y la unificación alemana, atraídos por la tentación de prosperidad material capitalista. Y también cuenta la historia de aquellos engullidos (y deshumanizados) por las contradicciones y la amoralidad del sistema convertido en hegemónico, en Alemania, en América y en cualquier otra parte del mundo occidental. Ellos son los fantasmas en la máquina neoliberal.
Pero lo mejor de Yella es que se presta a muchas interpretaciones equívocas, porque su relato funciona atravesando muchas capas y de forma ambigua. Por esto funciona tan bien en retrospectiva, a diferencia de muchas películas que agotan su experiencia visual (e intelectual) cuando empiezan los créditos. Es una lástima que sean las películas como La vida de los otros y no ésta las que pongan a Alemania en un lugar predominante en el cine actual.

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Ficció

Regresa “El Butacazo” de su prolongado letargo por pedido popular. Se acumuló un viaje a EEUU, trabajo, estudio y una cartuchera llena de DVDs, que me impidieron continuar con este noble pasatiempo. Pero qué mejor momento para retornar a la actividad que éste, ya que este jueves que pasó se estrenaron dos (muy buenas) películas que vi en Mar del Plata. Una de ellas, Flandres (estrenada en un solo cine, el Cosmos, en formato DVD ampliado), fue comentada en “El Butacazo” en un post anterior a este. La otra, Ficció, va a ser comentada, como bien prometí en las consideraciones metodológicas, a continuación.


Another Love Song

A propósito de Ficció (España, 2006, 107’) Dirigida por Cesc Gay
Sección: Competencia oficial internacional
Ganadora del Ástor de oro al mejor largometraje

“O we will know, won’t we?
Stars will explode in the sky
O but they don’t, do they?
Stars have their moment and then they die”

(Are you) the one that I’ve been waiting for – Nick Cave & the bad seeds

Cuando me enteré que Ficció había ganado el Ástor de oro -ya había vuelto a Capital- me entró una especie de extrañeza. ¿Cómo podía ser que una película tan introspectiva y de decidido tono menor haya ganado el premio mayor en el festival?. Uno supone que esos premios están reservados exclusivamente a propuestas extremas, innovadoras o inmediatamente populares, de realizadores de vasta trayectoria, con contenido político/social, o, en el peor de los casos, películas y realizadores obsecuentes -lo uso como eufemismo- con el jurado de turno. Ficció no entra en ninguna de esas categorías: no contiene ningún “mensaje” que se superponga o supere a la película, no tiene contenido social, no utiliza una puesta en escena particularmente renovadora y su “tema” (amor vs responsabilidad, crisis de adultez) dista enormemente de ser un territorio poco frecuentado por el cine. Por otro lado, su director, el catalán Cesc Gay, es un director destacado con apenas cuatro películas en su haber (todas, salvo una -Hotel Room-, en solitario), un relativamente joven talento, pero definitivamente no un director con una trayectoria importante como sí lo son el georgiano Otar Iosseliani y el brasileño Carlos Diegues, ambos incluidos en la competencia oficial del festival con Jardins en automne y O maior amor do mundo respectivamente. En algún otro texto, quizás, discutiré la importancia y la vigencia de los premios en los festivales de cine; ese tema no me compete ahora.
Lo que sí me concierne en este momento es la película llamada Ficció. Ficció es, obviamente, una película española, país cuya industria cinematográfica entró en una era de expansión cuantitativa, pero no así cualitativa. Sin embargo, Ficció es menos una película española que una película catalana. Esto, que podría pasar como un detalle mínimo, no lo es en absoluto por varias razones. La primera tiene que ver con el sistema de exhibición español, paso a explicar. En España no hay, como en Buenos Aires, un circuito de cine comercial y, por separado, un circuito de cine “arte”, sino que hay un circuito de cine doblado y uno subtitulado. Naturalmente, suelen coincidir las películas del circuito doblado con nuestro circuito comercial y viceversa. Ficció, película catalana con personajes catalanes, está hablada casi en su totalidad en catalán, lo que a priori restringe ampliamente su público potencial y las salas que pueden exhibirla (ignoro en que condiciones se realizó el estreno de Ficció en España en noviembre del año pasado y su repercusión en el público). La decisión de mantener los diálogos en catalán es menos una declaración de independencia cultural catalana que una forma de dar dimensión y profundidad a los personajes, que respiran, sienten y (afortunadamente) hablan como catalanes. Más allá de las intenciones, esto evidencia un director reticente a hacer concesiones, aún si esto significa limitar la salida de la película a parte del público, algo que se extraña en el cine español de hoy en día.
Pero Ficció no sólo es una película catalana porque está filmada en Catalunya o porque está hablada en catalán, sino porque las ideas de puesta en escena y la madurez en el tratamiento de lo narrado (y, veremos más adelante, que lo narrado, o mejor dicho, lo mostrado, es menos importante que lo no mostrado) se oponen a cierto infantilismo, superficialidad y vacío artístico presente en gran parte del cine español contemporáneo (si quieren un ejemplo de estos tres defectos puestos en práctica al mismo tiempo, no se pierdan Semen, una historia de amor, estupidísimo film que encantó al público español). Esto la posiciona dentro del cine catalán, más personal y arriesgado que gran parte del cine español contemporáneo, como lo demuestran las recientes producciones catalanas Más allá del espejo de Joaquim Jordá y Honor de cavallería de Albert Serra, esta última una especie de bastión de la crítica española más independiente y crítica del estado actual de su cine. Considerando esto no es inocente que Alex, el protagonista de Ficció, escuche a Nick Cave mientras maneja y no al Sabina o a la Oreja de Van Gogh de turno. Es otra forma de romper, en los mínimos gestos, con sus coterráneos.
Alex (interpretado por Eduard Fernández, quien participó previamente en otra película de Gay, En la ciudad) es un director de cine de cuarenta años que, con la excusa de bloqueo creativo, decide alejarse algunos días de su mujer y sus dos hijos e instalarse en la casa de un viejo amigo, Santi (Javier Cámara, el enfermero de la almodovariana Hable con ella; uno de los puntos más altos de la película), en los Pirineos. Santi es un cálido anfitrión, pero Alex parece siempre ensimismado y pendiente de su mundo interior (el film hace del mundo interior de sus personajes, expuestos en sus gestos y palabras, la principal materia prima del relato). Allí Alex conoce a Judith (Carmen Pla, otra de En la ciudad), amiga de Santi, lesbiana y víctima de una enfermedad terminal, y a Mónica (Montse Germán), una violinista, que, como él, decidió dejar a su pareja para pasar algunos días en la tranquilidad de la montaña. Se suceden cenas en conjunto, travesías a caballo, charlas de fogón. En una caminata por la zona, Alex y Mónica se separan del otro dúo y se extravían. Llegada la noche encuentran un refugio y deciden pasar la noche ahí. Sin embargo, la atracción que se venía insinuando en gestos y miradas, no se concreta. Gay elige el camino de la contención y la mesura, evitando así caer en el melodrama al que, seamos sinceros, la historia pareciera apuntar.
Gran hazaña de la película: partir de personajes y situaciones afines al melodrama, y evadirla con total naturalidad. ¿Cómo lo logra? Evitando llenar de palabras la película. O aún mejor, evitando que sus personajes expresen sus sentimientos mediante palabras o acciones. De esta forma, los gestos de los personajes empiezan a tener primacía. La película no muestra la evolución de los personajes y las situaciones (el espontáneo amor platónico entre Alex y Mónica, la amistad entre Santi y Alex), sino, el crecimiento y el desarrollo interno de sus personajes, evidentes en sus expresiones y silencios.
Esto no quiere decir que Ficció es una película sin palabras, sino que las palabras no expresan aquello que los personajes, viviendo en el estado de negación que se autoimponen, reprimen. De hecho, la película se vale de las palabras y los silencios para crear climas, a la manera del cine de Rohmer. Ficció es, además, una película contemplativa. La cámara no se entromete, sino que observa a cierta distancia, tratando de no involucrarse. Por eso la insistencia del film en la música (con Nick Cave, pero también con Gustav Mahler) y en la pintura (los cuadros paisajísticos en la casa de Santi y su autorretrato en el caballete). Toma prestado la aptitud climática de la primera y la predisposición a la observación de la segunda.
Pero, en definitiva, más allá del estilo, Ficció es una película de amor. En especial el amor en la madurez y la infidelidad, temas tratados en el cine en más de una ocasión. Claro que, como la infidelidad no llega a concretarse, sino que se vive como una expectativa truncada, se trata de un amor imposible, más aún luego de la llegada de la mujer de Alex con sus hijos para visitarlo. Sin embargo, el tono medido y el énfasis puesto en el mundo interior de los personajes, parecen reflejar esos tristes versos de la canción de Nick Cave citada más arriba. En el film, el enamoramiento entre Alex y Mónica no causa esa explosión estelar monumental en el cielo, sino que se diluye en algunos gestos y miradas, acordes al tono menor del que la película hace gala. Esto no quiere decir que el film sea un ferviente defensor de los valores tradicionales de la familia (aunque, según tengo entendido, la crítica cristiana lo consideró así). La película no hace ningún juicio al respecto, y, por lo que podemos suponer, Alex va a prolongar su estado de insatisfacción que lo llevó a la montaña al regresar con su familia.
Es, desde ya, una ficción amarga la que propone el film, más allá de que, en su último tramo, surjan algunas palabras tranquilizadoras y expresiones de amor concretas (que yo considero -y pueden discutírmelo- un gesto algo cobarde del realizador). Sin embargo es una ficción necesaria, en tanto reflejo de nuestras propias experiencias. Por eso no es azaroso que el protagonista de la película sea director de cine y entre en un rango de edad al que pertenece Cesc Gay (cuarenta años clavados). Esto es algo que también aparecía en En la ciudad, pero en Ficció se evidencia de manera más clara. Gay abandonó el relato coral de En la ciudad y se centró en un personaje que, podríamos suponer, está pasando por un momento que el propio realizador puede estar transitando (tanto como cineasta como padre de familia de cuarenta años). Alex salió a la montaña a buscar su película. Gay hizo lo mismo y la encontró.

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Corazones

Continúan los estrenos de películas que pasaron por el festival de Mar del Plata o el Bafici. En este caso es Corazones, del legendario realizador francés Alain Resnais, proyectada y ovacionada en una sola función en el Bafici (y, si mal no recuerdo, en otra función sorpresa) y estrenada el jueves 2 de este mes con casi unánimes críticas favorables. Esta mezcla de un nombre prestigioso, buenas críticas y un tema y estilo digeribles para el “gran público” ayudó a posicionarla en el puesto número 10 en recaudación en el fin de semana de su estreno, lo que es doblemente heroico considerando que se trataba del último fin de semana de vacaciones de invierno, momento ideal para que las hordas de niños (con sus padres) y adolescentes colmen las salas de Los Simpson, Ratatouille, Transformers, o alguna otra Gran Estafa. La crítica de Corazones la podrán encontrar más adelante.
En otro orden de cosas, concluyó la primera encuesta oficial de “El Butacazo”. Aunque fue muy reñida, ganó el subnormal, surrealista y tiernamente subversivo felino Stimpson J. Gato. Alguien no entendió la consigna (“¿Ren o Stimpy?”) y lo votó a John Ford. El gran perdedor fue el patético y neurótico chihuaha Ren Höek. Aquí, a la derecha, otra encuesta inútil para que ejerzan su derecho a voto. Además pueden visitar http://johnkstuff.blogspot.com/, el blog de John Kricfalusi, el demente creador de esa maravillosa serie animada llamada Ren & Stimpy.
Artieficios

A propósito de Corazones (Coeurs, Francia/Italia, 2006, 120’) Dirigida por Alain Resnais

Sección: Panorama: Trayectorias

Creo que ya no es noticia para nadie (considerando la cobertura mediática; si lo es, salgan del tapper) que Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni fallecieron el 30 de julio pasado. Fue una triste sorpresa para muchos de nosotros, en especial considerando que sucedieron en una irreal y fulminante diferencia de horas. Sin embargo no fue una sorpresa en el mismo sentido en el que las fueron las prematuras muertes de Fabián Bielinsky, Juan Pablo Rebella o, más recientemente, Edward Yang, el director de, entre otras cosas, la deliciosa Yi-Yi. Sus muertes dejaron truncas carreras en el cine que, más allá de las opiniones personales, eran, como mínimo, esperanzadoras. No es cuestión de hacer historia contrafáctica, pero estos tres directores habían manifestado sus deseos de seguir realizando películas, tanto como directores como productores. Por el contrario, Bergman y Antonioni, de 89 y 94 años respectivamente, ya venían algo distanciados del cine hace un tiempo y sus ultimas películas no estaban en su mejor nivel. Antonioni sufrió un golpe en 1985 que lo dejó parcialmente paralizado y con dificultades de habla. Desde entonces sólo dirigió algunos cortometrajes, una película junto a Wim Wenders (Más allá de las nubes, en 1995) y, más recientemente, contribuyó con un mediometraje en la película colectiva Eros, que realizó con Steven Soderbergh y Wong Kar-wai. Bergman, aunque mucho más activo que el realizador italiano, se viene retirando desde 1982, año en que realizó la multipremiada Fanny y Alexander. De ahí en adelante se dedicó a realizar telefilms, obras de teatro y guiones de películas. Algunos (por oportunismo, rencor contra las nuevas generaciones de cineastas y terminante conservadurismo) aprovecharon esta oportunidad para alzar sus voces y decir que Bergman y Antonioni se habían llevado el cine de autor con ellos, como si su presencia física en este mundo asegurase la supervivencia de este tipo de cine (o categoría analítica).
Es interesante analizar las carreras actuales de los cineastas entrados en la vejez. Algunos de ellos pierden paulatinamente la lucidez o se vuelven más oscuros y herméticos. Por el contrario, algunos siguen poseyendo una vitalidad que muchos cineastas más jóvenes envidiarían. Mario Monicelli (Le rose del deserto), Bernardo Bertolucci (Los soñadores), Woody Allen y Jean-Luc Godard podrían entrar tranquilamente en la primera categoría (aunque Godard hizo de la oscuridad y el hermetismo su propio estilo a partir de los años 70). Por el contrario, Manoel de Oliveira y Seijun Suzuki, con Belle Toujours y Princess Raccoon respectivamente, siguen demostrando que están más vivos que nunca (cinematográficamente hablando, al menos). Otros, como los franceses Claude Chabrol y Eric Rohmer, siguen manteniendo cierto estilo y temática, realizando películas más o menos logradas.
Entre todos ellos, Alain Resnais logró dar un giro para muchos inesperado en su última parte de la carrera, abandonando su estilo frío y cerebral que muchos le adjudicaban (y que él siempre estaba dispuesto a discutir), y abordando uno mucho más emotivo (al fin y al cabo, su última película se llama Corazones) y, en apariencia, liviano. Resnais tiene una larga trayectoria: 48 años desde la realización de Hiroshima, mon amour (1959), su primer largometraje, y más de 60 si contamos sus anteriores cortos y las biografías de diferentes pintores que realizó a fines de la década del 40’. Sin embargo no es un autor particularmente prolífico, realizó solamente 16 largometrajes en su carrera, es decir, en promedio, un largometraje cada tres años.
Yo entré al cine de Resnais a través de Mi tío de América (1980), a diferencia de muchos otros que empezaron por Hiroshima mon amour, su film más reconocido, o con Conozco la canción (1997), estrenada en la cartelera porteña en junio de 1999 (son muchas más las películas de Resnais que no se estrenan en el país que las que sí; dato curioso, considerando que en Francia Resnais es un director exitoso y mainstream). Quiero detenerme un poco en esta película. Mi tío de América es un film improbable, casi imposible, o al menos eso es lo que me pareció al verla. Eso me cautivó completamente. La película es una especie de adaptación dramática de las teorías sobre comportamiento animal del biólogo Henri Laborit. El mismo Laborit aparece en escena explicando su teoría. Aún más: podemos ver como un grupo de ratas de laboratorio actúa según Laborit lo predice. Pero, a la hora de aplicar esas teorías a un grupo de personas (un empleado textil, una actriz y un intelectual), empiezan los problemas. Los personajes se le rebelan, y las teorías del biólogo se vuelven ineficaces para explicar el comportamiento de sus objetos (mejor dicho, sujetos) de estudio. Y todo eso en una sola película. Este film es importante porque muestra (al menos) dos constantes cardinales del cine de Resnais: la profunda complejidad de sus personajes, que sorprenden (y se sorprenden) en cada momento, y su infaltable espíritu lúdico y multidisciplinario. En el último período de su carrera, Resnais desarrolló un anfibio entre cine y teatro (frecuentemente teatro de varieté). De esta forma, en Smoking/No smoking (1993) Resnais jugó a demostrar cómo una aparentemente trivial decisión como fumar o no fumar podía desencadenar dos historias diferentes, en Conozco la canción realizó un musical con canciones populares francesas en Voice Over y en Meló (1986) adaptó un melodrama de teatro de Boulevard de Henri Bernstein. Corazones es la culminación de esta síntesis entre cine y teatro que Resnais comenzó a desarrollar desde los 80’. Lamentablemente, el espíritu lúdico de sus obras anteriores perdió lucidez en el proceso.
Corazones es la adaptación de una obra de teatro de sugerente título (Private fears in public places; con este nombre se distribuyó la película de Resnais en los países anglosajones) escrita por el inglés Alan Ayckbourn, quien también realizó la obra en la que Smoking/No smoking está inspirada. Sin embargo la película se siente absolutamente parisina, y sus personajes son, valga la redundancia, típicos parisinos (o al menos se parecen mucho a la imagen que de los parisinos dan muchas comedias románticas francesas). La película narra la encrucijada afectiva de 6 personas, como en una película de Altman, pero con menos misantropía y más cariño para con sus personajes. Dan (Lambert Wilson) es un ex soldado alcohólico en pareja con Nicole (Laura Morante), quién está en búsqueda de un departamento para ambos, aunque no logra encontrar ninguno ya que Dan le exige que el departamento en cuestión tenga un estudio en el que él pueda ejercer su pereza característica. El empleado de la inmobiliaria encargado de encontrarles el departamento es Thierri (André Dussollier), a quien su secretaria Charlotte, una mujer soltera y ultra-religiosa interpretada por Sabine Azéma (actual pareja de Resnais), regala videos con un programa religioso soporífero que, al final, tiene sobregrabado un striptease de una mujer que puede o no ser Charlotte. Èsta, a su vez, trabaja cuidando al grosero y enfermo padre anciano de Lionel (Pierre Ardite), que pasa sus noches trabajando de barman en el bar que Dan frecuenta. Rápidamente se vuelve su confidente. Cuando Dan es echado de su casa por Nicole, harta de su propensión al alcohol, concreta una cita a ciegas con una mujer que contestó un anuncio que él había publicado en un diario. Esta mujer casualmente es Gaëlle (Isabelle Carré), la solitaria hermana menor de Thierri.
Si la estructura de este tipo de narraciones corales se fundamenta en una serie de casualidades improbables pero posibles, el verdadero talento del realizador se manifiesta en cuán arbitrarios o justificados sean esos encuentros y cuán obviamente o sutilmente funcionales sean a la idea reinante de la película, como también en la construcción de esos personajes. En la injustamente multipremiada Crash de Paul Haggis, estos encuentros están marcados por una indisimulable arbitrariedad y la construcción de los personajes y la puesta en escena están al servicio de la muy discutible idea madre de la película: entre otras cosas, que somos todos racistas, xenófobos y violentos. Corazones prefiere no declamar y simplemente mostrar la profunda soledad de este grupo de adultos de cuarenta años para arriba. Lamentablemente, la construcción de los personajes (algunos, no todos) dista de ser sutil, lo que la transforma en una película predecible, aún en sus vueltas de guión. Esto se evidencia particularmente en el efecto hiperbólico que tienen los videos en Thierri, o en la pobre construcción del personaje de Charlotte, cuyo “destape” se podía prever a dos morros de distancia. Los estereotipos y los trazos gruesos a la hora de delinear un personaje imposibilitan cualquier tipo de empatía hacia ellos, ni hablar de sentirse identificados con ellos. Naturalmente, algunos personajes son genuinamente atrayentes, en especial el personaje interpretado por la bellísima Laura Morente, que destila encanto y melancolía en todo momento.
A priori, esta historia no parece demasiado atada al teatro, más allá de ser una adaptación de una obra. Sin embargo, Resanis construyó una puesta en escena absolutamente teatral. La clave de esta puesta en escena radica en su artificialidad: la escenografía y la iluminación son deliberadamente falsas, y la cámara de Resnais se dedica a remarcarlo. El film transcurre en su totalidad en unos pocos interiores (el bar kitsch, la casa de Lionel, la casa de Thierri y Gäelle, la inmobiliaria de Thierri, la casa de Dan y Nicole), reforzando esa concepción de teatralidad. De todas formas, Corazones no es teatro filmado, como Hitchcock y Truffaut (a veces no se sabe dónde termina uno y empieza el otro) denominaron a una cierta tendencia de cine sobreguionado y encorsetado, que no aprovechaba, según ellos, las cualidades especiales del cine. Resnais es demasiado astuto como para caer en eso. Lo que hace para evitarlo es utilizar otro tipo de artificios, pero en esta ocasión propios del lenguaje cinematográfico (en oposición al lenguaje teatral). Travellings, primeros planos, etc. Sin embargo, dos en particular merecen ser destacados. Por un lado, en una escena en especial tirando al final de la película, la cámara gira en torno a los personajes y los filma de espaldas, ellos (y ahora nosotros) mirando esa cuarta pared inviolable en el teatro (o al menos en su concepción más clásica). El segundo recurso es el bastante comentado “fundido a nieve” (todas las escenas terminan en una nevada, que aparece de a poco y se desvanece cuando empieza la otra escena). Es cierto que este recurso no es tan original como lo pintan (sustituyan la nieve por juegos cromáticos psicodélicos y llegaron a los separadores que aparecen ocasionalmente en la hermosa Punch-drunk Love de P.T. Anderson), pero el fundido es una práctica exclusiva del cine. Su equivalente en teatro sería la paulatina disminución de luz entre escenas, o el cierre y apertura del telón entre actos (desconozco el término técnico para denominar estos recursos).
En un principio, ambos tipos de recursos (los cinematográficos y los teatrales) confluyen con cierta armonía. Lamentablemente esto no se mantiene durante toda la película. El “fundido a nieve” nos anticipa el comienzo y el fin de una escena, por lo que fácilmente podemos prever que sucede en la próxima. Esto no es necesariamente un defecto; evidencia que la película tiene una coherencia interna fuerte, a pesar del (o gracias al) trazo grueso con que se delinean algunos personajes. Sin embargo, llevado a un extremo, puede volverla tediosa y repetitiva, y esto es precisamente lo que sucede en Corazones. Con un poco de atención, se puede anticipar gran parte de la película (yo efectivamente narré la última secuencia en mi cabeza mientras sucedía). Ignoro si hay que echarle la culpa de esto a Resnais (Truffaut me grita desde el más allá que la culpa siempre es del director) o a Ayckbourn, pero una película predecible es una película fallida, a pesar de las buenas ideas aplicadas a la puesta en escena y de varios muy bellos planos. Y esto se transmite al humor de la película (hay pocas cosas menos graciosas que un chiste predecible, salvo que lo cuente Matías Alé y sepamos de antemano que va a ser predecible; miren que chimentero estoy). Claro que el humor en Corazones es bastante agridulce, ya que todo esta recubierto por un manto de melancolía (impostada, en más de una ocasión).
Corazones es una película convencional. Y con convencional quiero decir predecible, tediosa, reiterativa, conservadora e insípida. Quizás fui demasiado severo. Quizás tenga que ver con que vi Corazones después de la encantadora Hana de Hirokazu Koreeda. No quiero ser sentencioso, pero Corazones me pareció un definitivo paso en falso en una de las carreras más interesantes del cine francés contemporáneo. No me queda otra cosa que recomendar que ven y revean Mi tío de América, una de esas películas que ensanchan los límites del cine.

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Flandres

Una temporada en el infierno (Ida y Vuelta)

A propósito de Flandres (Francia, 2006, 91’) Dirigida por Bruno Dumont.
Sección: Punto de vista

“Vista desde los confines del espacio exterior, la tierra no es mayor que una mota de polvo. Recuérdelo la próxima vez que escriba la palabra humanidad
Paul Auster en Viajes por el Scriptorium.

Hacer un análisis de Flandres me resultó una tarea particularmente difícil. Por un lado, la soberbia de su director -que supo lucir en el momento dedicado a las preguntas del público luego de la proyección-, el francés Bruno Dumont, me hacía bastante ruido, en especial al clausurar toda interpretación develando no sólo cuales fueron sus intenciones, sino también cómo debe ser interpretado el film. Por otro lado, la película es un sensible estudio de personajes, una de las mejores obras (si no la mejor) que vi en Mar del Plata. Es cierto que se deja traslucir cierta soberbia a la hora de mostrar algunas escenas sórdidas y las reacciones de sus personajes, pero en ningún momento se vuelve moralizador, declamatorio o arbitrario –guiño guiño Lars Von Trier-.
Flandres es una zona de campiña en el norte de Francia, lugar de nacimiento de Dumont y locación de tres de las cuatro películas que conforman la obra del realizador –La Vie de Jesús (1997), L’ Humanité (1999, ganadora del gran premio del jurado en el festival de Cannes) y Flandres-. Flandres –cinta que le dio su segundo gran premio del jurado en Cannes- cuenta la historia de Demester (Samuel Boidin), un joven y abúlico granjero, que mantiene una relación bastante ambigua con Barbe (Adélaïde Leroux). Sus vidas están signadas por la monotonía y la repetición -es notable cómo Dumont resalta esto con tomas fijas de Demester cosechando o de las cuchillas de un arado en funcionamiento-. Apático e incapaz de expresar sentimientos, el joven pasa sus días en el campo o en un bar con Barbe y otra pareja amiga.
Demester y Barbe son amigos, pero tienen sexo. El sexo en el cine de Dumont no es liberador, es una necesidad física vacía de sentimientos, primitiva, animal. Hay varias escenas de sexo, todas similares: Barbe conduce a Demester a un descampado, ella se baja la pollera, él el pantalón. Ella se acuesta boca arriba, él sobre ella y empieza a moverse con bruscamente y a jadear. Ella simplemente mira el cielo sin perturbarse. Cuando él termina su labor, ambos se levantan y vuelven a sus tareas habituales. Pero que no demuestren emociones no quiere decir que no las tengan. En una conversación con la pareja amiga, Demester niega que él y Barbe son novios. Como represalia, ella inmediatamente comienza a salir con otro hombre.
Sin embargo, se inicia una guerra en un país innominado de Oriente. Demester, Blondel –el nuevo novio de Barbe- y el joven de la pareja amiga son citados a pelear. El último día en el bar, el último fogón entre amigos –en el que Barbe abraza simultáneamente a Demester y a Blondel mientras besa al primero; una leve mueca de celos se aparece en la cara de Demester, único signo de emoción en lo que va de película- y el último día trabajando en la granja. Luego la partida: un camión del ejército, un coronel llamando a los futuros soldados por lista, éstos presentándose y subiendo al camión, unos pocos familiares despidiéndolos. Y la guerra.
Esta guerra innominada en un país recóndito es la guerra en Irak y también son todas las guerras. En este segmento las escenas sórdidas abundan. Por ejemplo los soldados de la división, para entretenerse, luchan a trompadas, o, para recuperar un pueblo, asesinan a sangre fría a un grupo de soldados enemigos que son, a su vez –y como ellos-, adolescentes con armas. En cierto momento, patrullando por una zona desierta, la división se encuentra con una mujer. Luego de golpearla, varios soldados –incluyéndolo a Demester- la violan y la abandonan. Tiempo después, cuando son capturados por las fuerzas enemigas –comandadas precisamente por esta mujer-, los golpean salvajemente, matan a varios y, por ordenes de la violentada quien reconoce a uno de sus violadores, lo castran. Lo que Dumont demuestra con todas estas imágenes sórdidas -que incomodaron a parte del sector de mayor edad del público del festival: en una cola para ver otra película (no recuerdo cual) una mujer de la tercera edad me increpó sobre las películas que había visto y me habían gustado yo le comenté sobre Flandres. Ella, mirándome con cierto disgusto, me dijo que no la iba a ver porque era de esas películas “que salpicaban sangre”. ¿Qué quiere, señora, si estamos hechos de eso?- es la decadencia moral que sufren ambos bandos en cualquier guerra. Tema bastante transitado en films bélicos: recuerden Apocalypse now (1979) de Francis Ford Coppola y Platoon (1986) de Oliver Stone, para nombrar los más conocidos. Pero, a diferencia de la ambigüedad ideológica y religiosa de Apocalypse now o el choque entre lo inmoral y lo moral en Platoon, en Flandres la guerra no es ideológica –ninguno de los soldados (los generales están ausentes) tiene una posición política o ideológica, probablemente ni siquiera sepan dónde queda el país en el cual están luchando- y la degradación moral es total -en cierto momento Dumont pone a Demester frente a un (falso) dilema moral: asistir al herido Blondel y probablemente perecer en el intento o escaparse de sus captores y abandonarlo a su suerte. Obviamente Demester escapa-. Paralelamente, en Flandres, Barbe queda embarazada, aborta, tiene sexo con cualquier hombre que se le insinúa, es mirada con desdén por el resto de la comunidad y, finalmente, sufre un colapso y es arrastrada a la fuerza a un instituto mental.
El cine de Dumont está marcado por la economía de recursos y la poesía visual. Mediante planos fijos, pausados y que generalmente duran lo suficiente como para volverse reflexivos y, de vez en cuando, incómodos, Dumont deja las emociones de sus personajes a la libre interpretación. Pero no hay que confundir el minimalismo formal de Flandres con realismo. Por el contrario, Dumont se toma ciertas licencias narrativas que le quitan verosimilitud a la historia, pero le inyectan intensidad y poesía –los soldados viajando en caballo junto a los tanques, el repentino colapso de Barbe debido a las visiones que tiene de Demester abandonando a Blondel en el desierto-.
Finalmente, Demester regresa a Flandres y Barbe abandona el manicomio. Demester, único sobreviviente de su división, es el que tiene que contar la historia –irónico, considerando su escasez de palabras-. Cuando Barbe le pregunta cómo murió Blondel, simplemente responde “un tiro en la cabeza”. Luego ella le confiesa que ya sabía que lo había abandonado, pero ya no importa. Los efectos de la guerra ya se consumaron, tanto para los que lucharon como para los que se quedaron. Tras una temporada en el infierno, acostado junto a Barbe en el pasto, Demester pronuncia las palabras que ocultó durante tanto tiempo: "Je t'aime...je t'aime".
Dumont es un realizador dedicado por entero a explorar la condición humana –el hecho que haya realizado una película llamada L’ Humanité es bastante elocuente per se-. Por eso encuentra ideales a los pobladores de la anómica región de Flandres para su exploración. Primitivos, generalmente desagradables, pero también sensibles y complejos, los personajes del cine de Dumont deambulan sin demasiados objetivos, hijos de la geografía campestre que los engendró. Sin embargo, el realizador no los construye desde el prejuicio –nuevamente piensen en el último cine de Lars Von Trier-, sino desde el conocimiento de causa. Juzgando, pero sin bajar línea, Dumont creó un film sólido, intenso y emotivo, visualmente poderoso y, principalmente, transparente y honesto. No sólo se evidencia en el punto de vista objetivo de la cámara, sino también en la decisión de utilizar actores no profesionales –generalmente (y erróneamente) llamados no actores- en toda la película. El libro de Paul Auster, por el contrario, no vale mucho la pena.Si quieren conseguir Flandres, no desesperen: la distribuidora 791 cine ya adquirió los derechos para su distribución comercial y (sospecho) se va a estrenar pronto. Sin embargo, como nos tiene acostumbrados 791 cine, probablemente se estrene en formato DVD ampliado. C’est la vie.

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Le Rose del Deserto + Un poco de Historia

En este apartado se va a hablar brevemente de la historia del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Como este tema a mí me aburre -y sospecho que a la mayoría de ustedes también-, yo me voy y lo dejo al profesor Carozo para que hable cuanto quiera. Nos reencontramos en el último párrafo.
El primer Festival de Mar del Plata se llevó a cabo del 8 al 14 de marzo de 1954, en pleno gobierno de Juan Domingo Perón -derrocado al año siguiente, ustedes conocen la historia-. No es casualidad la elección de la ciudad sede del festival, porque ¿qué otra ciudad más peronista que “La Feliz” conocen? -los dibujos de Daniel Santoro utilizados para el pasado festival de Mar del Plata lo confirma de forma exquisita-. En esa ocasión no hubo una competencia: el festival fue más bien una muestra -llamada "Festival Cinematográfico Internacional"-, a la que se invitaron estrellas del cine internacional de la talla de Edward G. Robinson, Errol Flynn, Joan Fontaine y Jeanne Moreau, entre muchos otros, y en la que se presentaron películas de Luis Buñuel, Ingmar Bergman, etc.
El festival volvió a realizarse recién cinco años después, en 1959, impulsado por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina. Esta segunda edición, realizada a partir del 11 de marzo del susodicho año, fue reconocida oficialmente como competitiva por la FIAPF -Fedération International des Associations de Producteurs de Films, en español Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográficos-. El premio a la mejor película se lo llevó Cuando huye el día (1957) de Ingmar Bergman. El festival continuó realizándose durante los años siguientes, logrando cierto renombre internacional y dando a conocer en el país las obras de cineastas como FranÇoise Truffaut, Pier Paolo Pasolini, Akira Kurosawa, Andrzej Wajda y Mario Monicelli, entre otros –vean algunos centímetros más abajo el análisis de la última película de Monicelli-. En 1967 y 1969 el festival no se realizó, ya que en esos años se llevó a cabo el Festival de Cine de Río de Janeiro, y la FIAPF consideraba redundante realizar en un mismo año dos festivales de semejante envergadura en Sudamérica. Luego de la undécima edición del festival, en 1970, hubo una interrupción de 25 años. El festival retornó en el año 1996 y volvió a su tradicional fecha del mes de marzo recién en el 2001. En esta etapa el festival accede a la “categoría A”, máxima categoría otorgada a festivales por la FIAPF –el Festival de Mar del Plata es el único en Sudamérica que accedió a esta categoría-. En el año 2004, el premio del Festival, originariamente denominado “Ombú” –para el que todavía no se enteró, el Ombú es el árbol nacional argentino, ¡canejo!-, pasó a llamarse “Ástor”, en honor al músico Ástor Piazzolla, oriundo de Mar del Plata...
Lamento la interrupción. El blog trae novedades: a partir de un reclamo de Juan (Doppel), en la sección links incorporé algunas páginas en las que, ustedes piratas, podrán descargar gratuitamente –la carga de conciencia no está incluida- las películas del festival que voy analizando. Ya no tienen la excusa de “esa yo no la vi”.
(Fuente: http://www.mardelplatafilmfest.com/; ojo, es el sitio institucional del festival, tomen con pinzas todo lo que lean ahí)

Expiar horrores
A propósito de Le Rose del Deserto (Italia, 2006, 102’) Dirigida por Mario Monicelli
Sección: Italia en foco

Últimamente se pudo apreciar un intento desde el cine alemán de echar luz sobre uno de los períodos más negros de la historia de ese país: el que se inaugura con la subida del partido nacional-socialista, con Adolf Hitler al frente, al poder por voto popular –aunque, recordemos, la oposición comunista y social-demócrata era perseguida y proscripta- en mayo de 1933, y que finalizó en 1945, año de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, de la muerte de Hitler y, por consiguiente, del final del Nazismo -hubieron pocos regímenes o movimientos tan personalistas como el Nazismo; imaginen una situación análoga con la muerte de Perón y el Peronismo-. Films como La caída (2004) o Sophie Scholl (2005) intentaban reflexionar sobre este truculento período y, a juzgar por el éxito de público y de crítica de ambas –fueron nominadas al Oscar como mejor película hablada en idioma extranjero-, esta reflexión tuvo un buen recibimiento.
La primera de ellas, una audaz puesta en escena de la batalla de Berlín y la muerte de Hitler dirigida por Oliver Hirschbiegel y basada en el libro El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich del historiador de derecha Joachim Fest, mostraba a un Hitler alejado de su típica representación: la de un monstruo inhumano, la mismísima representación religiosa del Mal. Por el contrario, lo que hacía La caída era presentar un Hitler dubitativo, asesino, nervioso, radical, autoritario, pero también susceptible, amable con quienes lo rodean, capaz de manifestar características comúnmente llamadas “humanas”. Sin embargo, no realizaba una verdadera crítica al régimen Nazi ni al pueblo alemán. Por el contrario, el pueblo alemán era más bien un conjunto heroico pero engañado por Hitler, atrapado entre el fundamentalismo hitleriano y el fundamentalismo comunista –los “rojos” que amenazaban Berlín, sedientos de sangre y venganza-. Cualquier semejanza con la teoría de los dos demonios no es accidental. Al final de la película, los cuerpos mutilados y amontonados de los alemanes no diferían mucho de los cuerpos destrozados que las fotos desde los campos de concentración destaparon.
Sophie Scholl se ubica en el año 1943. Hans Scholl y su hermana Sophie son miembros de “la Rosa Blanca”, una agrupación universitaria alemana y antinazi que se encargaba de repartir panfletos denunciando al régimen, entre otros actos de resistencia. Sophie y su hermano son capturados por oficiales alemanes, quienes los interrogan con la intención de sacarles información sobre el resto de la agrupación. Sophie resiste, pero Hans termina confesando. De ahí en más, Sophie será el objeto de variadas torturas, aunque ella las sobrelleva heroicamente y no delata a los otros miembros de su grupo. Sophie es una verdadera mártir, como lo era la Juana de Arco de Dreyer en La pasión de Juana de Arco (1928). Pero, a diferencia de Juana de Arco y su constante llanto en primer plano, Sophie no demuestra sentimientos. Por el contrario, se muestra impávida e impoluta. A esta Sophie carente de matices se le opone la maldad del régimen, monocromática y total. Nuevamente, como en La caída, no hay un verdadero cuestionamiento del papel del pueblo alemán en la Alemania Nazi. Por el contrario, Sophie, ser inmaculado por excelencia, redime en su heroicidad a todo su pueblo. La culpa es de los otros.
Es probable que esta tendencia del nuevo cine alemán a expiar horrores se corresponda con alguna necesidad simbólica –seamos francos, el pueblo alemán tiene que lidiar con horrores considerables- y, desde esa óptica, esta forma de representar la historia es entendible. Sin embargo, no hay que pasar por alto este detalle: el cine alemán, por ahora, no es revisionista, elige desembarazar al pueblo alemán de la culpa y depositarla en manos ajenas, las de Hitler y su ejército de fundamentalistas.
Ahora, ¿y en Italia, tierra de Mussolini, sucede lo mismo? No olvidemos que la Italia fascista fue uno de los colaboradores de la Alemania Nazi en la Segunda Guerra Mundial. La última película de Mario Monicelli puede servir para responder esa pregunta.
La presencia de Monicelli fue EL evento del último festival de cine marplatense. El nonagenario realizador italiano se paseó por la rambla de Mar del Plata, dio una clase magistral a sala repleta y presentó su última película, Le Rose del Deserto. El film, basado en Il deserto della Libia de Mario Tobino y en un pasaje de Guerra d'Albania de Giancarlo Fusco, cuenta la historia de una unidad médica del ejercito italiano en Libia, durante la Segunda Guerra Mundial. Como es normal en el cine de Monicelli, los personajes se diluyen en agregados sociales (en este caso, los soldados y médicos de la unidad), salvo dos o tres que sobresalen de la multitud. Estos son el general Strucchi (Alessandro Haber), romántico perdido que, tras enterarse que su mujer lo engaña, comienza un frenesí suicida, el teniente Salvi (Giorgio Pasotti), el único médico medianamente profesional de la unidad, que se enamora de la hija de un poderoso sultán que vive cerca del campamento de la unidad, y el fraile Simeone (Michele Placido), encargado de convertir a la población libia y que aprovecha la presencia de la unidad sanitaria para enviar a los pobladores de la región a obtener asistencia médica. Sin embargo, las historias de estos tres personajes no tienen demasiado peso en el desenvolvimiento de la película. La trama es, de por sí, bastante débil. La película es, más bien, una serie de episodios frágilmente conectados.
La unidad pasa la mayor parte de su tiempo relacionándose con los nativos, momento ideal para que Monicelli despliegue su –a esta altura un poco desgastado- talento para la comedia. Sin embargo, para desgracia de la unidad, la guerra está lejos de ser ganada. Cuando el frente de batalla se empieza a acercar al campamento, la unidad tendrá que lidiar con la falta de remedios, el exceso de heridos, los malvados generales ocupados en “hacer carrera” y los implacables soldados nazis. Cuando el fracaso de la expedición a Libia es evidente y la victoria aliada inminente, la unidad es desmontada por orden de los Nazis. Por su parte, el nuevo general a cargo, veloz -cada vez que aparece, la toma se acelera mostrando cómo se mueve a toda velocidad; un recurso, como mínimo, bastante desprolijo- y chiflado, les ordena dejar su labor de asistencia médica para construir un fastuoso cementerio que le gane en dimensión y en majestuosidad al cementerio que tiene una división vecina. De un manotazo, Monicelli arremete contra nazis y fascistas por igual. Los –en todo sentido- pobres soldados fueron enviados a una guerra perdida, ideada por el malvado Mussolini y su troupe de generales desquiciados.
Sin embargo, hay algo que huele mal en Le Rose del Deserto. El equipo de médicos, aquellos soldados que no disparan –por lo tanto, casi civiles-, son sucios, simpáticos, graciosos, un poco ignorantes, impulsivos, pero definitivamente bienhechores. Por el otro lado, los oficiales son un grupo de desquiciados, malvados hasta la másmedula, egoístas e irresponsables. Como sucede con el nuevo cine alemán que intenta revisar su historia, Le Rose del Deserto despoja a sus médicos y, por extensión, al resto del pueblo italiano, de todo atisbo de culpa. Es cierto que lo hace en un tono bastante diferente al de las ya mencionadas películas alemanas: reemplaza la frialdad por humor agridulce. Sin embargo el resultado es el mismo, la ausencia completa de un mea culpa, el mero expiar horrores.
En Le Rose del Deserto encontramos a un Monicelli agotado y falto de ideas, en una película insustancial y desprolija. A extrañar nomás el humor mordaz y explosivo de La Armada Brancaleone (1966) y los lúcidos comentarios de la genial Los Compañeros (1963).Ah, casi me olvido. Vayan a ver Bucarest 12:08, película rumana ganadora del premio del público en el último Bafici y estrenada en el circuito comercial hace dos jueves –imperdible la escena del programa, para nostálgicos de “Cha Cha Cha”-.

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